En las montañas de Boone
la
niebla de la tarde
es como el humo espeso
de un infierno de llamas
apagadas.
Bajo diez metros de nieve
le prometí a mi conciencia
esconder
los secretos
que inventan los adultos
cuando no se resignan
a vivir una
vida
y quieren el aliento de las otras.
Mi corazón de azúcar
se lo daré a
una niña
que llamaba a mi puerta
una vez por semana,
y quería venderme
la Biblia
comentada por un pastor de lobos.
Con mi pelo podrán rellenar
seis almohadas
donde las pesadillas
se mezclen con el ansia.
Mis uñas se
las daré
a la hija del barbero
que siempre anda
buscando cuchillas
afiladas
para cortarle la lengua
a los que rumorean por la espalda.
Que
mis escamas sirvan
para hacer gelatinas y pigmentos,
que el ocre de mi
sangre
mezcle bien con los óleos.
Con mis cejas pinceles
con los rizos
de venus algún filtro de amor
para entendidos que luego
se equivocan de
mujer.
Con mis pies pisapapeles
para bibliófilos y anticuarios,
para
poder patear sus muebles y sus libros,
y así desordenarles el rincón de
su alma
y que enfermen de miedo,
y que deban tomar bebedizos
de hiel con
valeriana.
Con los labios de mi boca
un encendedor para fumadores
compulsivos
que saben a alquitrán
y tratan de esconderlo
con pastillas
de menta.
Que mis colmillos les sirvan a los joyeros
para fabricar
cajitas de marfil,
anillos de pedida, colgantes o pendientes,
y que los
niños jueguen a las tabas con mis huesos.
Con las niñas de mis ojos
un
reloj de bolsillo para un poeta gótico
que ande obsesionado con el
tiempo.
Con las líneas de mi mano
que hagan una brújula
para el viajero
perdido
que trata de encontrar la fuente de la edad.
Con mi saliva una
red
para cazar mariposas,
con mi risa una rosa
que se marchite al
mirarla.
Y para los Reyes Magos un último deseo,
que cada seis de enero
me dejen los regalos
a los pies de mi tumba.
[foto: Alison Scarpulla]
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