El doctor Emetteus
tiene muchas ideas pero, al mismo tiempo, tiene un solo cuerpo que le ordena
hacer pis, llenar el estómago, depilarse la punta de un pelo que empieza a
salirle de la frente, como un parabrisas que emerge en medio de un campo de
maíz. Tiene unos dientes que debe lavar, unas manos que frotarse con Nivea y la
posibilidad de una artritis congénita que lleva presente en los ojos como un
pensamiento dentro de un velo.
El doctor tiene
muchas ideas, muy buenas, pero también unas uñas que a veces acumulan restos de
insectos estudiados y esas ganas de mear que le hinchan por dentro cuando está
en el culmen de la disección de su trabajo. Como el niño que incordia en misa
mientras que los que rezan solo imploran silencio donde caigan sus oraciones
cómodamente. El pozo donde terminan los desesperados. Y los gritos del niño son
la nota disonante que incendia a la madre, que acaba saliendo avergonzada de la
iglesia, ese templo donde las necesidades como mear o eructar son leyendas
urbanas de quienes nunca conocieron realmente a un dios.
El doctor tuvo que
abandonar dos veces un simposio debido a una falta irreparable de su condición
de ser humano dependiente de su físico.
Una vez sucedió en
Viena, cuna de la gente más sabia dueña del idioma más difícil, que baila por
sus lenguas como el hueso de una aceituna haciendo acrobacias. Tuvo que
ausentarse avergonzado debido a una contractura irremediable, un punzón del
maestro enfadado clavándose en el estómago, amasijo de nervios y de costillas,
que le obligó a levantarse educadamente, pero con una mano sobre la panza
cubierta de botones forrados de seda blanca.
Una camisa para un interior rojo, sangriento,
gobernado por órganos que no obedecen y deciden empezar a animarse justo en
mitad del discurso del eminente doctor Motta, recién llegado de Canadá en un
vuelo de 18 horas. El doctor Motta, que en el viaje bebió vino en un vasito de
plástico y miró de reojo las pantorrillas de una azafata alta y morena muy
sonriente. El doctor Motta, con olor a extranjero, que aterrizó para presenciar
los ruidos desagradables de su colega mientras pronunciaba, concentrado, la
dificultosa palabra Herzschmerz entre
sus labios, como el que se está quemando con un trozo de filete de los infiernos.
El doctor se llevó a su estómago
rebelde lejos de allí. Un bebé gritando en los brazos. Fueron los dos al baño. El
bebé lleno de pan y de vino y de patatas con salsa espesa. El doctor
abochornado en el lugar donde se oyen cisternas y se ve lo que un estudioso con
camisa de Armani y corbata de Florentino no debería admitir que fue capaz de
ver.
La segunda vez que su cuerpo se
manifestó de modo independiente fue en el transcurso de una cena que él no iba
a pagar. No pudo ingerir bocado en las 4 horas que duró la velada. Se conformó
con una sopa caliente con tropezones de hortalizas, pan y agua. El preso en el
banquete de los libres. El enfermo en la fiesta de los que desean vivir. Sus colegas
lo miraban; eran hombres de ciencia pero secretamente se retaban la delicadeza
y el gusto por la elección que llevaban a cabo en la mesa. Crustáceos, salsas
cremosas, comentarios acerca del punto del pescado y la calidad del mar que le
había dado a luz. Como una madre que rebosa agua.
El doctor no comentó nada acerca
del corte de las hortalizas. Hablar de verduras es algo vulgar. Como el médico
que en un cumpleaños te habla del colesterol con el pastel de chocolate
asomando en la boca: la oscura cabeza de un niño incrustada en un pozo.
El doctor tiene muchas buenas
ideas, pero tiene un cuerpo al que está sometido.
La mancha de su tía Carmela Luisa
en el hombro del brazo derecho, la quemadura de Antonio García Blanco cuando no
aceptó el trato de un cigarrillo a cambio de los deberes de matemáticas. Antonio
García Blanco muró de pena en un hospital militar. Sus dientes parecían perlas
que se tragó la tierra. Espuma de mar en una orilla que se bebe el mundo.
El doctor tenía una pequeña calva
del tirón de pelo de José Luis López Astray, un niño bajito que pronunciaba
discursos huecos pero con palabras tan enjoyadas que las podías ver caer al
suelo. Como las únicas notas conocidas de una melodía que se toca en una guitarra,
cayendo al vacío.
Y el doctor no se recuerda a sí
mismo enclenque con seis años, cubierto de inseguridades como el veneno cubre a
una rana exótica. Las inseguridades de alguien que no es padre, ni hermano, y
tampoco comprende lo que implica ser hijo. La amistad era estar con el que poseyera
el barco de juguete más grande.
José Luis López Astray y sus
muslos gordos de niño bajito se acercaron al doctor para arrebatarle un pequeño
yate que tenía en sus manos. Era tan bonito, tan reluciente, echando humo en un
agujerito, tripulantes sonrientes pintados de azul, ajenos al triángulo de las
Bermudas, con toda la vida por delante. José Luis López Astray le tiró del
pelo.
Y allí se fundó esa pequeña
calva. Y el grito de su madre al llegar a casa.
Si fuera un cuento diríamos que la
Envidia salió de la caja de Pandora y dejó calvas a las reinas más bellas.
Ese pelo se quedó dormido, oculto
en el cráneo, con miedo a la mano de José Luis López Astray, el niño bajito de
muslos gordos que nunca llegó a tener un gran barco.
La envidia es el único vínculo
con el mundo adulto que permanece desde niños. Como un águila que vigila una
madriguera.
Luego viene todo lo demás.
El doctor tenía muchas buenas
ideas. Pero también tenía mocos, toses, tripas y las camisas lisas de botones
forrados de seda. Y un velo de artritis congénita.
El doctor Emetteus vivía
enterrado bajo los pliegues de la fealdad radical de órganos luchando unos
contra los otros entre los huecos permitidos.
Esa fealdad chocolate, sanguinolenta,
de olores putrefactos que llevamos todos por dentro.
El doctor era sus ideas pero
también era su propio cuerpo, descontrolado: independiente, enfermo, un poco
gordo en verano, más pálido en invierno, alergias en mayo.
Y eso es algo que a todos nos
cuesta aceptar.
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