viernes, 10 de abril de 2020

El cuerpo que no tiene que ver con nosotros (Alicia)


El doctor Emetteus tiene muchas ideas pero, al mismo tiempo, tiene un solo cuerpo que le ordena hacer pis, llenar el estómago, depilarse la punta de un pelo que empieza a salirle de la frente, como un parabrisas que emerge en medio de un campo de maíz. Tiene unos dientes que debe lavar, unas manos que frotarse con Nivea y la posibilidad de una artritis congénita que lleva presente en los ojos como un pensamiento dentro de un velo.

El doctor tiene muchas ideas, muy buenas, pero también unas uñas que a veces acumulan restos de insectos estudiados y esas ganas de mear que le hinchan por dentro cuando está en el culmen de la disección de su trabajo. Como el niño que incordia en misa mientras que los que rezan solo imploran silencio donde caigan sus oraciones cómodamente. El pozo donde terminan los desesperados. Y los gritos del niño son la nota disonante que incendia a la madre, que acaba saliendo avergonzada de la iglesia, ese templo donde las necesidades como mear o eructar son leyendas urbanas de quienes nunca conocieron realmente a un dios.
El doctor tuvo que abandonar dos veces un simposio debido a una falta irreparable de su condición de ser humano dependiente de su físico.

Una vez sucedió en Viena, cuna de la gente más sabia dueña del idioma más difícil, que baila por sus lenguas como el hueso de una aceituna haciendo acrobacias. Tuvo que ausentarse avergonzado debido a una contractura irremediable, un punzón del maestro enfadado clavándose en el estómago, amasijo de nervios y de costillas, que le obligó a levantarse educadamente, pero con una mano sobre la panza cubierta de botones forrados de seda blanca.

Una camisa para un interior rojo, sangriento, gobernado por órganos que no obedecen y deciden empezar a animarse justo en mitad del discurso del eminente doctor Motta, recién llegado de Canadá en un vuelo de 18 horas. El doctor Motta, que en el viaje bebió vino en un vasito de plástico y miró de reojo las pantorrillas de una azafata alta y morena muy sonriente. El doctor Motta, con olor a extranjero, que aterrizó para presenciar los ruidos desagradables de su colega mientras pronunciaba, concentrado, la dificultosa palabra Herzschmerz entre sus labios, como el que se está quemando con un trozo de filete de los infiernos.

El doctor se llevó a su estómago rebelde lejos de allí. Un bebé gritando en los brazos. Fueron los dos al baño. El bebé lleno de pan y de vino y de patatas con salsa espesa. El doctor abochornado en el lugar donde se oyen cisternas y se ve lo que un estudioso con camisa de Armani y corbata de Florentino no debería admitir que fue capaz de ver.

La segunda vez que su cuerpo se manifestó de modo independiente fue en el transcurso de una cena que él no iba a pagar. No pudo ingerir bocado en las 4 horas que duró la velada. Se conformó con una sopa caliente con tropezones de hortalizas, pan y agua. El preso en el banquete de los libres. El enfermo en la fiesta de los que desean vivir. Sus colegas lo miraban; eran hombres de ciencia pero secretamente se retaban la delicadeza y el gusto por la elección que llevaban a cabo en la mesa. Crustáceos, salsas cremosas, comentarios acerca del punto del pescado y la calidad del mar que le había dado a luz. Como una madre que rebosa agua.

El doctor no comentó nada acerca del corte de las hortalizas. Hablar de verduras es algo vulgar. Como el médico que en un cumpleaños te habla del colesterol con el pastel de chocolate asomando en la boca: la oscura cabeza de un niño incrustada en un pozo.

El doctor tiene muchas buenas ideas, pero tiene un cuerpo al que está sometido.

La mancha de su tía Carmela Luisa en el hombro del brazo derecho, la quemadura de Antonio García Blanco cuando no aceptó el trato de un cigarrillo a cambio de los deberes de matemáticas. Antonio García Blanco muró de pena en un hospital militar. Sus dientes parecían perlas que se tragó la tierra. Espuma de mar en una orilla que se bebe el mundo.

El doctor tenía una pequeña calva del tirón de pelo de José Luis López Astray, un niño bajito que pronunciaba discursos huecos pero con palabras tan enjoyadas que las podías ver caer al suelo. Como las únicas notas conocidas de una melodía que se toca en una guitarra, cayendo al vacío.

Y el doctor no se recuerda a sí mismo enclenque con seis años, cubierto de inseguridades como el veneno cubre a una rana exótica. Las inseguridades de alguien que no es padre, ni hermano, y tampoco comprende lo que implica ser hijo. La amistad era estar con el que poseyera el barco de juguete más grande.

José Luis López Astray y sus muslos gordos de niño bajito se acercaron al doctor para arrebatarle un pequeño yate que tenía en sus manos. Era tan bonito, tan reluciente, echando humo en un agujerito, tripulantes sonrientes pintados de azul, ajenos al triángulo de las Bermudas, con toda la vida por delante. José Luis López Astray le tiró del pelo.

Y allí se fundó esa pequeña calva. Y el grito de su madre al llegar a casa.

Si fuera un cuento diríamos que la Envidia salió de la caja de Pandora y dejó calvas a las reinas más bellas.

Ese pelo se quedó dormido, oculto en el cráneo, con miedo a la mano de José Luis López Astray, el niño bajito de muslos gordos que nunca llegó a tener un gran barco.

La envidia es el único vínculo con el mundo adulto que permanece desde niños. Como un águila que vigila una madriguera.

Luego viene todo lo demás.

El doctor tenía muchas buenas ideas. Pero también tenía mocos, toses, tripas y las camisas lisas de botones forrados de seda. Y un velo de artritis congénita.

El doctor Emetteus vivía enterrado bajo los pliegues de la fealdad radical de órganos luchando unos contra los otros entre los huecos permitidos.

Esa fealdad chocolate, sanguinolenta, de olores putrefactos que llevamos todos por dentro.

El doctor era sus ideas pero también era su propio cuerpo, descontrolado: independiente, enfermo, un poco gordo en verano, más pálido en invierno, alergias en mayo.

Y eso es algo que a todos nos cuesta aceptar.

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